Escribo esto mientras Vale vuela de vuelta a Italia. Parece un juego de palabras bien pensado, cuando esto realmente es mera improvisación. Ahora mismo tengo el cerebro frito. Estoy triste y siento mi habitación llena de trastos completamente vacía. Probablemente debería abordar problemas más importantes que la distancia, abrir esa carpeta del ordenador en la que guardo todos los archivos que debería empezar a revisar para mi TFM.
Debería empezar por el principio, quizás activar yo también el modo avión del móvil, aunque no esté metida en uno por dos horas y media, sacar al impostor de mí y hacer estiramientos para que deje de dolerme la rodilla. Pero todo está tan lleno a mi alrededor que me cuesta afrontar la hoja en blanco, el conformismo y los finales. ¿Cómo puede ser que sienta vacío mi cuarto? Si las estanterías están llenas de trastos y no cabe nada más. Ahora encima he metido el tocadiscos sobre la cómoda. Puesto privilegiado para una nueva afición que termina de arañar lo que queda de mis ahorros.
Otra cosa más. El otro día rescaté de entre mis apuntes antiguos uno de esos textos que escribí con el corazón roto. En su momento dio muchas vueltas en mi cabeza, pero lo sentía incompleto, como si algo dentro de mí hubiera sabido que aquello ya no me pertenecía. Hablaba del pasillo de las frutas del supermercado; y dirás, qué tiene que ver esto con el hecho de que te hubieran roto el corazón. Un día estaba haciendo la compra y sonó una canción que presumiblemente le hubiera encantando a otra persona. Cuando pagué, me enganché las bolsas al antebrazo y saqué las notas del teléfono. La concentración me duró diez minutos, y la ilusión por volver a recuperar algo que me perteneció, cinco. Pensé en qué había perdido para no volver a escribir cosas tan conmovedoras como aquella y me di cuenta de que había encontrado tranquilidad. Una nueva página llena de emociones vacías.
Voy a tener que empezar a pagar para que sigan llegándome emails
A no ser que quiera perderme alguna oferta laboral jugosa, voy a tener que empezar a pagar para que sigan llegándome emails. Llevo meses peleando contra mi almacenamiento online para ver quién aguanta más. De vez en cuando, entro a borrar cosas absurdas que ocupan un lugar irrelevante en el Internet. Empiezo por abajo del todo. Tengo activada la copia de seguridad y todo lo que subo a Instagram se me guarda directamente en el móvil, así que me deleito con cada chorrada que en algún momento se me ocurrió subir, o me avergüenzo de lo desquiciada que estuve durante la pandemia. También he cancelado casi todas las suscripciones que tengo a newsletters que no he abierto en mi vida, solo porque en algún momento dije: “qué bueno, seguro que todas las mañanas a eso de la siete me apetece leer las últimas noticias sobre salud en Estados Unidos”.
En ocasiones siento que si borro algunas fotos, hay recuerdos que desaparecerán para siempre; como si guardando esos momentos de felicidad, de enfado, o de tristeza, me mantuvieran unida a las personas que me hicieron sentir así, como si dependiera emocionalmente de 65 megas de vídeo que Google me recomienda borrar para liberar espacio de almacenamiento y no perderme esa oferta laboral que seguro que algún día llegará a mi ordenador.
Algunos otros recuerdos, los más relevantes, los guardo por alguna parte de este cuarto abarrotado. Nunca se si ha llegado el momento de tirar la caja en la que guardé los regalos de mi primer amor, sus cartas y sus fotos. Todo es tan caótico que ya no recuerdo si aquella caja sigue existiendo en el plano físico, si tiré sus cosas a la basura o si solo guardé las fotos digitales que estoy a punto de borrar para seguir evadiendo un poco más lo de pagar por seguir recibiendo emails.
¿Algún momento es bueno para depurar las playlist de Spotify?
Estas últimas semanas atravieso un bloqueo musical. No se me ocurren discos específicos a los que prestar atención, no me apetece ningún género en particular y estoy cansada de las cosas de siempre, así que normalmente dejo que mis “me gusta” actúen por su cuenta. Llevo coleccionando canciones desde más o menos los dieciséis. En aquel momento no creaba listas de reproducción, solo le daba al corazoncito y seguía escuchando.
Ahora mismo tengo 2054 canciones esperando a ser escuchadas, de entre las cuales se suelen poner de acuerdo para saltar en el aleatorio las que ya no me agradan. Si estoy en el transporte público, la paso, incluso a veces depuro, aunque siempre suele haber algo más importante que hacer. Si voy en el coche, solo me queda pasar, pasar y pasar. El scroll no se acaba ni cuando debería obviarlo.
Así que hay están, varios cientos de canciones en fila con los que convivo como una pareja que ya no se quiere, intento obviarlo todo lo posible, pero no puedo deshacerme de los recuerdos. Si me gustaron en su momento, podrían volver a gustarme, en que tampoco son tan malas y en que, de todas maneras, el teléfono todavía no me ha avisado de que se esté acabando el almacenamiento.
En esas estamos. Todas las cosas en torno a mí parecen estar llenas de trastos sin valor más allá del recuerdo. Todavía colecciono ideas en el cuaderno y evado el miedo al fracaso mediante la procrastinación. Lleno páginas de cosas que no hago y desmonto la cama de Vale mientras ella vuela de vuelta a casa, sin cobertura. Ahora hay un nuevo espacio en el centro de la habitación, puedo colocar la silla frente al escritorio y volver a escribir bien cerquita de un enchufe, porque sigo sin arreglar el ordenador y solo funciona enchufado a la corriente.
Tengo tanto tiempo para llenarlo de las cosas que no hago que solo quiero vaciar los muebles y echar de menos el ruido.